Josefina, una vez en la calle, se dio cuenta que eran las cuatro de la mañana, esperó un rato, y al ver que no venía ningún taxi y que unos jóvenes drogadictos se acercaban a ella peligrosamente, volvió, porque llegó a pensar que era mejor enfrentar la locura con Evaristo que la muerte con esos cerdos drogados con mierda.
La puerta estaba abierta, pero Evaristo no estaba en la silla y sobre la máquina una página escrita con mayúsculas decía: HE SALIDO A LA CALLE DISFRAZADO DE JOVEN DROGADO PARA ENCONTRARME CONTIGO Y ASUSTARTE PARA QUE VUELVAS.
Josefina se dejó caer, casi desmayada, en la silla donde habitualmente estaba sentado Evaristo. Se fue reponiendo lentamente y lentamente, pero con lujuria acariciaba los costados de la máquina.
¿Qué goce exquisito y misterioso –se preguntaba Josefina- sentiría este hombre para pasarse tantas horas haciendo lo mismo? Sus manos se fueron dulcificando como si acariciaran el cuerpo del hombre deseado, y decidió también ella sentir ese goce, auque después eso la esclavizara para siempre, y entonces escribió:
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