lunes, 23 de marzo de 2009

RELATO NÚMERO DIEZ. DE CAMINO A LA CASA DE JOSEFINA ME RESONABAN LOS ÚLTIMOS VERSOS DEL RECITAL

De camino a la casa de Josefina me resonaban los últimos versos del recital, algo de no creer, una poesía de lo inconsciente, algo de no creer, un poema de locos.
Algo que a veces los psicoanalistas no terminan nunca de entender.
Enfrascado en estos pensamientos me sorprendió Josefina sentada a mi lado, en la parte de atrás del coche que conducía Pilar Mirá, colocando su mano en mi brazo y diciéndome casi al oído:
-Ese hombre me volvió loca, estuve con él una noche, ni me tocó, ni me miró, ni me habló siquiera, y me volvió loca. Todo lo que tú me decías, ahí, frente a él, lo sentí todo. Eso te quería decir con lo de tener un compromiso, no quería que tuvieras el compromiso de ser mi psicoanalista.
Y siguió metiéndose en mi oreja hasta hacerme sentir cierta excitación.
-Ya no quiero ser como tú, una buena psicoanalista, ahora quiero ser toda como él, la mejor escritora, la mejor, la más alta amante del siglo.
-Y qué, ¿tienes miedo -le dije yo directamente- que te aumente los honorarios por haberte curado de esa manía que te perturbó los últimos quince años, de ser, como yo mismo, un hombre?
-Hijo puta -dijo Josefina, tranquilizándose.
-Sí, querida -le dije yo, y aprovechando las luces del casino, agregué- ya estamos por llegar.
-A su edad, doctor -espetó Josefina, y lanzó una carcajada.
Pilar, mientras tanto, filmaba todas las escenas con terquedad, pero con soltura. Sus gasas se escapaban por la ventanilla del coche, mientras ella miraba para adelante, para guiar el automóvil, y para atrás para sacamos fotos, mientras las sedas de sus vestidos huían por las ventanillas y ella, sin temor de estar descubriendo una verdad, seguía guiando el automóvil para adelante y seguía sacando fotos para atrás. Ese viaje, ahora que lo pienso, fue un viaje alucinante.
A pesar de todas las descripciones que Josefina me había hecho de su casa tendida en el diván, yo no conocía la casa de Josefina y me sorprendió al llegar el lujo, la extensión de los jardines, la iluminación de la casa. Todo me parecía raro, ya que yo no había estado nunca en una casa así, sino mirándola desde la ruta y diciéndome ¡qué orgías harán en esas casas!, sin saber nunca si yo pensaba prejuiciosamente que el dinero permitía una libertad sexual que con mi dinero, de trabajador del alma, eran imposibles de pensar. Y de golpe una de mis pacientes de más tiempo en psicoanálisis me encuentra en un recital de otra escuela psicoanalítica que la que yo dirijo, y me invita a la casa de mis sueños sexuales. Las cosas se creen o no se creen.

domingo, 22 de marzo de 2009

RELATO NÚMERO NUEVE. UNOS MESES MÁS TARDE, CUANDO LA VOLVÍ A ENCONTRAR FUE EN UN RECITAL

Unos meses más tarde, cuando la volví a encontrar fue en un recital, parecía más joven y me dijo al pasar que pertenecía a una Escuela de Psicoanálisis y que se analizaba con Josefina, psicoanalista de la escuela de la que yo era su director, y que llevaba adelante conmigo lo que ella llamaba su psicoanálisis didáctico.
El recital era en la calle Ferraz, un grupo de españoles, argentinos, franceses y polacos, que organizaban conferencias y recitales y tenían muy bien organizado, desde hacía muchos años, un seminario de tres años de duración de la obra de Sigmund Freud; pero hoy se trataba de un recital de poemas de uno de los mejores poetas del Grupo Lamda, Evaristo, creo que sólo se llama Evaristo, así publica todos sus libros. De él llegan a decir, algunas mujeres, un hombre sin apellido, sin religión, sin patria, ya que de todos ellos era del único que no se podía precisar si era árabe o inglés, español culto o argentino venido a menos, a veces, dicen algunas mujeres, no todas, Evaristo, no tenía apellido porque era un ser del espacio exterior, un extraterrestre.
La Escuela de Ferraz estaba llena de gente, más de 200 personas, al fin y al cabo Evaristo, aunque a mí me dé no sé qué en contra, es algo muy serio como poeta, tal vez el mejor en lengua castellana, aunque él parezca no saberlo, ya que se deja llevar de un lado para otro y la gente que le rodea ni lee sus versos. Durante todo el recital tuve que soportar ver que Josefina se levantaba en puntas de pie para ver los ojos de Evaristo cuando éste leía sus versos, y a mi lado, Rosi Provert temblaba hasta lo último con esas palabras, o ni siquiera, con esa voz. Lo que hacía ese hombre con las mujeres era envidiable, y yo, sanamente, claro está, lo envidiaba.
Evaristo tiraba sus versos como si fueran piedras, algo nos despreciaba, sus versos eran verdad tras verdad, las palabras adquirían en sus versos la mayor libertad posible.
En verdad, en ese momento preferí que ese hombre no se me cruzara en el camino.
Josefina, arrebatada de pasión, cuando terminó el recital invitó a un montón de gente a comer algo, a beber algo en su casa de Torrelodones. Entre los invitados estábamos, por supuesto, yo, Evaristo y Rosi Provert. Cuando Josefina me invitó a mí, lo hizo de una manera excitante:
-¿Tal vez tengas algún otro compromiso?
-No, no tengo ningún otro compromiso, pero si tú piensas que te será dificultoso ligarte a Evaristo delante de tu mamá, puedo no ir a tu casa e ir a sentarme en el sillón a esperar que vuelvas llorando mañana pidiendo disculpas.
-No me interpretes -dijo Josefina al borde de la irritación o de la risa.
Entonces yo le dije:
-¿Qué hago entonces, te beso?
-Eres intratable, haz lo que quieras.
-Tu deseo, entiendo -le dije-. Iré.

sábado, 14 de marzo de 2009

RELATO NÚMERO OCHO. ROSI PROVERT ERA MÉDICA PSIQUIATRA EN UNO DE LOS GRANDES HOSPITALES

Rosi Provert era médica psiquiatra en uno de los grandes hospitales urbanos en el pleno centro, por decir de alguna manera, de Madrid. Tenía una rara concepción de la vida y, por lo tanto, de la enfermedad mental y su posible curación o su probable tratamiento. Había estudiado medicina con ahínco y tesón. Hizo la carrera de medicina y la residencia de psiquiatría, todo en ocho años, sin conocer el porro, ni el sexo, ni la cerveza, ni el cupón de ciegos.
Yo la conocí en un congreso sobre psicoterapia, cuando ella cursaba segundo año de la residencia de psiquiatría y tenía a su cargo el tratamiento de 34 pacientes y sus familias, ganaba 900 euros, no tenía novio y el dinero no le alcanzaba sino para pagar el alquiler del piso en el barrio de Vallecas, vestirse dignamente y comprarse algunos libros en inglés que hablaban de los últimos tratamientos más modernos en la contención amorosa de los pacientes psicóticos y sus familiares, que en general no venían del todo sanos, sino que a veces el paciente era en realidad el más sano de la familia.
Cuando uno de los ponentes comentó la formalidad psicoanalítica para el tratamiento de la familia del paciente psicótico, Rosi Provert pidió el micrófono y, llorando a los gritos, dijo que no daba más, que todos nosotros (por los ponentes) muchas palabras, muchas palabras, pero nada de soluciones, porque ella se mataba todos los días y no conseguía ver ningún progreso ni en el paciente ni en la familia, sino esa sonrisa con la que la recibían, por lo menos, más de la mitad de sus pacientes.
Que cómo era posible que solamente hablando, sin medicación, se pudiera curar al paciente psicótico, si ella ni con medicamentos a granel conseguía casi nada de los pacientes.
Como nadie se animaba a contestarle, yo pedí el micrófono y lo primero que dije fue:
-Señorita... -y me quedé callado para que ella llenara mi vacío con su nombre, y ella me complació rápidamente.
-Me llamo Rosi Provert y trabajo en la residencia del hospital más grande de Madrid.
Y entonces fue cuando le dije:
-Doctora Rosi Provert, quiero hacerle saber que usted, sin ser medicada por nosotros, y con la sola invitación de que hablara, usted ha comenzado sin ninguna otra ayuda a hablar de sus problemas, que si quiere, si me permite, le diré que se reducen a su formación. Perdóneme si la he molestado.
Y ella entonces fue cuando se descubrió para mí en todo su encanto.
-De ninguna manera, ha sido usted muy amable para con mi inteligencia, ha supuesto que yo podía entender lo que usted me decía, y eso, aunque todavía sin comprender lo que me ocurre, me ha halagado. Gracias.

domingo, 8 de marzo de 2009

RELATO NÚMERO SIETE. MIENTRAS EMILSE TRATABA DE COMUNICARSE CON EVARISTO, SONÓ NUEVAMENTE EL TIMBRE

Mientras Emilse trataba de comunicarse con Evaristo, sonó nuevamente el timbre. Esta vez era Evaristo en persona acompañado de una bella mujer de mirada inquietante. Evaristo hizo las presentaciones de rigor.
-Josefina -dijo, señalando a la mujer que venía con él. Y luego, mirándonos a nosotras:
-Emilse, Leonor. Se besaron con entusiasmo y se sentaron los cuatro a la mesa pequeña del salón.
Evaristo tuvo la necesidad de explicar que al salir de su casa se encontró con Josefina y por eso la había traído con él.
-A nosotras no nos molesta -dijo Leonor-, pero a lo mejor, quién sabe si tú puedes con las tres.
Y hubo una risa franca de las tres mujeres, tal vez, como un desafío para Evaristo, tal vez, como una sentencia. Él, también, sonrió y siguió liando su cigarrillo. En cualquier momento comenzaría a contar alguna historia de amor.
Ellas lo sabían, cuando él liaba un cigarro nadie se salvaba de escuchar alguna historia de amor.
-Sé, a veces, que no concuerdan mis cuentos con vuestras ideas, pero mis cuentos son cuentos antiguos que no dejarán de pasar. Hubo una vez, en América, hace 500 años, una india que fue violada por un español. Ésta, avergonzada, al encontrarse con su enamorado, dijo:
-Yo no soy digna de tu amor, me he dejado violar por el blanco, para que no me mataran. No soy digna de tu amor.
A lo cual, el indio jefe respondió:
-Eres merecedora de mi amor, porque todavía estás viva.
Y, en ese momento, llegaban de nuevo los españoles, que los mataron a los dos, mientras se abrazaban.
Evaristo dejó escapar una bocanada de humo y dejó caer una mirada cómplice sobre las tetas de Leonor.
-¿Pero el indio jefe -preguntó tímidamente Emilse- sabía que los iban a matar a los dos, o cuando la abraza piensa que van a seguir viviendo?
-Y eso ¿qué tiene que ver? -preguntó Leonor-. El indio la perdonó porque la quería, no porque iba a morir.
-El que sabía todo -dijo Evaristo- era el español. Sabía que la india se dejaría violar antes de morir, sabía que iría a contárselo a su indio, y que éste, que aún no era cristiano, la perdonaría, y en ese momento el español sabía que se irían a abrazar, y él, entonces, aprovecharía para matarlos. Esto último, también, sabía el español.
-Pero, macho -dijo Josefina-, no es para tanto, el indio también se la había follado a la india antes que lo hiciera el español. El indio sabía entonces que ella era capaz de gozar, si la apresaban era casi seguro que la violaban.
-¿Qué dices? -arremetió Leonor-, hablas como hablaba Hernán Cortés, ¿no serás española? El indio no sabía nada; mejor, estaba equivocado. Cuando abrazó a su india, abrazaba por primera y última vez en su vida el cuerpo de una mujer que había cohabitado con un dios blanco, que como se sabe son los mejores dioses. Esa codicia sexual lo distrajo, y en esa distracción, intentando un acercamiento a Dios, encuentra su muerte y deja su tierra en manos de los españoles, es decir, condena a su prole a vivir, en sus propias tierras, en esclavitud.
-A mí -dijo Josefina- me parece que se exceden en sus conclusiones, los indios también tenían entre ellos clases inferiores y practicaban sacrificios humanos.
-Bueno -dijo Emilse-, pero eso de los sacrificios humanos no es para hablar mal de los indios. En pleno Madrid, cuando uno camina por la calle se da cuenta que los Estados modernos sacrifican a muchos ciudadanos en beneficio de otros. Alguien muere para que alguien viva. No se puede culpar por eso al indio.