sábado, 28 de febrero de 2009

RELATO NÚMERO SEIS. ERA LA TARDE DE UN DOMINGO SOMBRÍO.

Era la tarde de un domingo sombrío, la soledad se hacía sentir sólida y fortalecida por los recuerdos de cuando alguna vez estuvo acompañada. Emilse dejaba arrastrar su cuerpo por la casa, dos habitaciones pequeñas, un pequeño baño y la ilusión de una cocina colgada en la pared más parecida a un cuadro que a una cocina.
No era que Emilse caminara nerviosa por la casa, se agazapaba como un felino, reptaba cantando como los cascabeles de una inmensa serpiente, pero no lloraba. Emilse era una mujer fuerte, solitaria.
A ella, en general, no le pasaba nada, sólo ese domingo, esa tarde, esa soledad pesada. En uno de los saltos desde el suelo a la cama tropezó con sus tetas y el espejo de golpe le devolvió su cara y una ráfaga de pecado iluminó su rostro, y sin dudarlo más llamó a Evaristo. Su amigo, su maestro, su poeta, qué sé yo cuántas cosas suyas era Evaristo. Intentó varias veces hasta conseguirlo.
-Sí, ¿dígame?
-¿Evaristo?
-Sí, ¿quién me necesita en esta tarde lluviosa y sombría?
-Su nena, su nena lo necesita, padre olímpico, madre gozadora, su nena que hoy no da más. La reina que reina sobre sí misma hoy necesita esclavizarse. Tu nena necesita que alguien le haga sentir, aunque por un instante, que la carne puede más que la palabra.
-Sí, querida, te entiendo -le contestó Evaristo-, el tiempo es cruel con las heridas que se niegan a cerrarse.
-¿No digas que no me puedes ver?
-Te digo que en estos tiempos nadie puede ver a nadie, pero precisamente en ese extremo donde las cosas pueden ser esto o lo otro, ahí, en esa línea de pura ficción intentaré estar contigo después del almuerzo.
-¡Oh, divino maestro, qué es el tiempo para quien tantos esfuerzos hace para sobrevivir! Después de almorzar puede ser exageradamente tarde. Ahora mismo es cuando el ojo de la razón está totalmente ciego. Ahora mismo soy esa puta vibrante que ambicionas tener entre tus brazos.
-Bueno, yo solamente lo escribí, no es que lo quiera exactamente -dijo Evaristo, sonriendo.
-¿Igual te quedarás escribiendo y no vendrás a verme?
-Nunca dejo de escribir, mi pequeño sueño de una tarde sombría y lluviosa de domingo, así que hasta luego.
La conversación tranquilizó a Emilse, que ahora dormitaba sobre su cama, cuando, según ella, el teléfono sonó con estridencia.
-Sí, ¿dígame?
-Soy Carlos, mi amor, necesito verte con urgencia, no sé lo que me pasa, la tarde, la lluvia, algo sombrío tiene este domingo.
-Perdóname, Carlos, pero hoy no estoy para nadie.
-Pero, querida, te necesito.
-Sí, te entiendo, pero yo necesito otra cosa, espero que sepas disculparme, luego nos hablamos, ¿sí?
-Sí, sí, claro, luego nos hablamos.

Qué pasa esta tarde, se dijo Emilse a sí misma, que estamos todos solos y como esperando que pase algo malo. Tal vez sería mejor dormir hasta mañana y luego el trabajo, la calle, todo será distinto. Mejor le hablo a Evaristo y le digo que no venga.
Antes de llamar sonó la puerta. Era Leonor, que traía, también ella, cara de preocupación.
-¡Qué lluvia! -dijo al entrar.
Y mientras besaba con ternura los labios de Emilse, en el mismo momento, o inmediatamente después, no sé, dijo Leonor, algo sombrío atraviesa la tarde.

domingo, 22 de febrero de 2009

RELATO NÚMERO CINCO. EN LOS ESPACIOS DE LA ESCRITURA INTENTÉ LEER TUS PAPELES ESPARCIDOS POR LA MESA

P.D.: En los espacios de la escritura intenté leer tus papeles esparcidos por la mesa, mucho no pude, por un tonto pudor, pero lo que llegué a leer me impresionó de una manera tal que me puse muy triste pensando por qué esos poemas no estaban aún publicados. Qué ignorancia, llegué a preguntarme, acerca de tu escritura, o bien qué egoísmo conociendo su valor, hacía que guardaras esos poemas casi al borde del cesto de la basura. Dejé de leer, pero me prometí a mí misma hacerte publicar lo más rápidamente posible esos versos que a la larga serían un bien para la humanidad toda. Me voy más abierta, con belleza interior, eso se me notará en la vida, eso me hará volver.
Droga dura, tu máquina, se prueba una vez y ya no se puede dejar, ahora tengo miedo de que te enojes, que nunca más me lo permitas, aunque ya sé, que tú lo dices, que la libertad no se negocia ni se pide, si alguien la quiere para algo debe tomársela, y con ello correr los riesgos de lo que significa la libertad. Sin embargo temo tu no, como un no interior, más fuerte que cualquier pensamiento, cualquier acción. Es por eso que antes de dejarte te pido un sencillo favor. Contéstame, dime algo, aunque más no sea que no sirvo para nada, así, por lo menos, tengo a qué oponerme. Tu silencio podría matar todas mis ilusiones, es decir, tu silencio me mataría. Porque nada es una mujer sin ilusiones de ser otra cosa.
Perdona la molestia de leer lo escrito, aunque por momentos pienso que no leerás ni uno solo de los renglones de mi carta y que no existes tal cual yo te imagino, y eso me desespera. Tu respuesta, fuera cual fuera, será sorpresiva para mí. ¿Cómo saber lo que me dirás cuando ni siquiera sé lo que te digo? Espero tengas conmigo todas las consideraciones posibles.
Me despido, recordando tus manos escribiendo.

Josefina

viernes, 20 de febrero de 2009

RELATO NÚMERO CUATRO. MIS MANOS TIEMBLAN CUANDO TRATO DE IMITARTE

Querido:
Mis manos tiemblan cuando trato de imitarte como una mona y divertirme con tus juegos. No sólo me tiemblan las manos, sino que también me tiemblan las manos y las vísceras más nobles, también, me tiemblan. Seguramente, cuando le cuente esto a mi analista me dirá que yo no he perdido las esperanzas de ser un hombre y, sin embargo, ¡qué mujer que me siento escribiendo, nunca tan hembra, tan independiente de mi sexo!
Sé que habrás hecho esto mismo por algunas otras mujeres, pero eso en lugar de volverme loca, como me pasaría en una situación normal, contigo me da confianza. No ser la primera me llena de confianza. ¿Qué endemoniada red será tu quietud, que sin haber tocado tu cuerpo, sin haber sostenido tu mirada ya estoy enamorada de no sé qué me hiciste sin hacerme nada?
Deseo que aparezcas y que me veas escribiendo en tu máquina, y deseo que nunca más aparezcas y, entonces, yo haría que vendría a verte y me sentaría en la silla de la máquina e intentaría arrancarte de algunas de las letras, y sería el alma del poeta mi alma, pero me excitaba más, al mismo tiempo, la idea de ser sorprendida por ti gozando de lo que yo atribuía tu goce.
Mientras escribo no sé si romperé lo escrito o lo dejaré en la máquina para que tú lo leas, y si Dios quisiera me puedas contestar. Una respuesta tuya, cualquiera fuera, a mi pequeña carta, sería para mí maravilloso, algo así como, por fin, haber encontrado un destino.
Tal vez puedas permitirme venir a contarte alguna vez por semana lo que pasa en el mundo. Podría pasarte algunos poemas, hacerte la comida y entonces, conmovido, me dejarías sentarme en tu silla y escribir en tu máquina y ya lo sé, nada de besos, nada de movimiento continuo.
Porque el muerto que habla ya ha hecho el amor, ahora está haciendo las historias de ese amor. Te prometo que cuando mi cuerpo moleste se lo entregaré al mejor postor y volveré liviana para encontrarme contigo y hablar dejando muerte y cuerpo de lado, y tú al final de la historia te darás cuenta que no molesto para nada y me dejarás vivir contigo.
Espero no haberme excedido, espero que entiendas que es la primera vez que lo hago de esta manera. Y que si no hubieras desaparecido disfrazado de joven drogado, a mí jamás se me hubiera ocurrido sentarme en tu silla para escribir en tu máquina. Amo tus manos y, aunque no deba, deseo ser acariciada por tus manos. Ágiles manos de miel y acero firme, capaces de transformar mi cuerpo en luz. Estoy contenta, debo dejarte ahora, iré a trabajar con mis pacientes.
Agradezco con humildad tu ironía.

sábado, 14 de febrero de 2009

RELATO NÚMERO TRES. LA PUERTA ESTABA ABIERTA PERO EVARISTO NO ESTABA EN LA SILLA

Josefina, una vez en la calle, se dio cuenta que eran las cuatro de la mañana, esperó un rato, y al ver que no venía ningún taxi y que unos jóvenes drogadictos se acercaban a ella peligrosamente, volvió, porque llegó a pensar que era mejor enfrentar la locura con Evaristo que la muerte con esos cerdos drogados con mierda.
La puerta estaba abierta, pero Evaristo no estaba en la silla y sobre la máquina una página escrita con mayúsculas decía: HE SALIDO A LA CALLE DISFRAZADO DE JOVEN DROGADO PARA ENCONTRARME CONTIGO Y ASUSTARTE PARA QUE VUELVAS.
Josefina se dejó caer, casi desmayada, en la silla donde habitualmente estaba sentado Evaristo. Se fue reponiendo lentamente y lentamente, pero con lujuria acariciaba los costados de la máquina.
¿Qué goce exquisito y misterioso –se preguntaba Josefina- sentiría este hombre para pasarse tantas horas haciendo lo mismo? Sus manos se fueron dulcificando como si acariciaran el cuerpo del hombre deseado, y decidió también ella sentir ese goce, auque después eso la esclavizara para siempre, y entonces escribió:

jueves, 12 de febrero de 2009

RELATO NÚMERO DOS. JOSEFINA LLEGÓ UNA TARDE DE VERANO Y SE SENTÓ FRENTE A EVARISTO

Tanto he vivido, decía Evaristo, que más de 100 hombres habrán de vivir para vivir lo mío. Y todo hubiera transcurrido así durante siglos si a Josefina no se le hubiera ocurrido averiguar qué cosas pasaban por la mente, por el alma de ese hombre. Todo el mundo lo temía; él, por su parte, temía a todo el mundo. El encuentro de esa manera no sería posible.
Josefina llegó una tarde de verano y se sentó frente a Evaristo, que sin levantar la vista dijo:
-¡Hola!
Y siguió escribiendo, más de cuatro horas. Cuando separó con delicadeza la máquina de él y comenzó a liar un cigarrillo, ella aprovechó para decirle.
Soy Josefina, con la cual seguramente alguna vez habrás soñado. No exactamente la mujer de tus sueños, más bien una mujer capaz de un sueño en silencio, en quietud. Algo así como ser de tus sueños la parte importante que no se ve.
Evaristo sonrió, se quitó los lentes, volvió a sonreír francamente, y le dijo:
Yo soy Evaristo, el muerto que habla, y es por eso que he dejado de soñar.
Ella se quedó callada y sentada frente a él, otras cuatro horas, mientras él caía una y otra vez sobre la máquina, se podría decir, sin ninguna piedad. Ella, con una cara de triunfo de haber encontrado por fin alguna solución a la situación creada, le dijo:
No soy tus sueños, soy la quietud más íntima que te impide soñar.
Y se levantó y se fue. Evaristo no intentó detenerla, pero después del golpe de la puerta al cerrarse, escribió en un papel a mano, y eso era siempre en él una prueba de amor: esa mujer nunca fue amada como correspondía. Tal vez, tal vez…

miércoles, 11 de febrero de 2009

RELATO NÚMERO UNO. EVARISTO NADA SABIA PERO VIVIA COMO UN MUTILADO DE GUERRA...

Todo me da miedo, ya que nada de lo que diga podrá estar alejado de mí sino la longitud de mi brazo derecho que es, normalmente, el brazo que extiendo para tocar más allá, de mis labios, un cuerpo.
Evaristo nada sabía, pero vivía como un mutilado de guerra, reflexionaba y estaba todo el día sentado en la misma silla frente a una máquina de escribir con la que mantenía todo tipo de diálogos, hasta diálogos amorosos. Algo de no creer, ya que Evaristo tenía las dos piernas, los dos brazos, no padecía trastornos funcionales propios de su edad, 45 años, y sabía tratar a las personas con corrección y elegancia.
Medía más de un metro ochenta, era delgado y sus rasgos angulosos y su mirada fuerte y juvenil detrás de su pelo entrecano lo hacían irresistible a toda mujer que ya conociera el amor.
Sin embargo, Evaristo vivía como un mutilado de una guerra infernal en la que ni siquiera había participado.
Cuando alguien le hacía referencia a esa realidad, él contestaba que si su muerte no era acaso el nombre de sus muertos, y en seguida se ponía a lanzar nombres de descuartizados, hombres directamente despedazados en la vía pública, mutilados a granel, multitudes de muertos reclamando un poco de paz.
Después seguía sentado y volvía a reflexionar.
También me dan miedo los que me vienen a preguntar por qué me quedo siempre a tu lado, yo nada les contesto, pero me aferro a ti como la única, última esperanza.
Evaristo tenía sus propios deseos de libertad, pero seguía encadenado a su silla, a su máquina de escribir. De tanto en tanto levantaba la cabeza para mirar por encima de sus lentes, para leer y escribir, alguna escena de la televisión o de la vida, y luego volvía a enfrascarse en reflexiones sobre la manera de vivir, sobre la manera de morir de las personas de su siglo. Se sonreía cuando la máquina misma le dictaba una frase sorpresiva, se mataba de risa cuando de repente lo que escribía tenía que ver con él. Se sentía tocado por su escritura, a veces, y eso eran todos sus sentimientos. Después, cuando liaba sus cigarrillos y el tiempo que tardaba en fumarlos, hablaba de amor, del amor y de la guerra, del orgasmo y la muerte, como si hablara de las compras en el supermercado que él mismo realizaba, claro está, desde su silla, por teléfono.
Mirándole parecía mentira que ese hombre hubiese podido ser movido, alguna vez, por algún deseo. Más bien parecía puesto ahí para mostrar lo superfluo, lo vano del desear. Sin embargo, él había hecho gozar a las mujeres más importantes del siglo, y una, al mirarlo, se preguntaba cómo lo habría conseguido.