jueves, 12 de febrero de 2009

RELATO NÚMERO DOS. JOSEFINA LLEGÓ UNA TARDE DE VERANO Y SE SENTÓ FRENTE A EVARISTO

Tanto he vivido, decía Evaristo, que más de 100 hombres habrán de vivir para vivir lo mío. Y todo hubiera transcurrido así durante siglos si a Josefina no se le hubiera ocurrido averiguar qué cosas pasaban por la mente, por el alma de ese hombre. Todo el mundo lo temía; él, por su parte, temía a todo el mundo. El encuentro de esa manera no sería posible.
Josefina llegó una tarde de verano y se sentó frente a Evaristo, que sin levantar la vista dijo:
-¡Hola!
Y siguió escribiendo, más de cuatro horas. Cuando separó con delicadeza la máquina de él y comenzó a liar un cigarrillo, ella aprovechó para decirle.
Soy Josefina, con la cual seguramente alguna vez habrás soñado. No exactamente la mujer de tus sueños, más bien una mujer capaz de un sueño en silencio, en quietud. Algo así como ser de tus sueños la parte importante que no se ve.
Evaristo sonrió, se quitó los lentes, volvió a sonreír francamente, y le dijo:
Yo soy Evaristo, el muerto que habla, y es por eso que he dejado de soñar.
Ella se quedó callada y sentada frente a él, otras cuatro horas, mientras él caía una y otra vez sobre la máquina, se podría decir, sin ninguna piedad. Ella, con una cara de triunfo de haber encontrado por fin alguna solución a la situación creada, le dijo:
No soy tus sueños, soy la quietud más íntima que te impide soñar.
Y se levantó y se fue. Evaristo no intentó detenerla, pero después del golpe de la puerta al cerrarse, escribió en un papel a mano, y eso era siempre en él una prueba de amor: esa mujer nunca fue amada como correspondía. Tal vez, tal vez…

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