miércoles, 11 de febrero de 2009

RELATO NÚMERO UNO. EVARISTO NADA SABIA PERO VIVIA COMO UN MUTILADO DE GUERRA...

Todo me da miedo, ya que nada de lo que diga podrá estar alejado de mí sino la longitud de mi brazo derecho que es, normalmente, el brazo que extiendo para tocar más allá, de mis labios, un cuerpo.
Evaristo nada sabía, pero vivía como un mutilado de guerra, reflexionaba y estaba todo el día sentado en la misma silla frente a una máquina de escribir con la que mantenía todo tipo de diálogos, hasta diálogos amorosos. Algo de no creer, ya que Evaristo tenía las dos piernas, los dos brazos, no padecía trastornos funcionales propios de su edad, 45 años, y sabía tratar a las personas con corrección y elegancia.
Medía más de un metro ochenta, era delgado y sus rasgos angulosos y su mirada fuerte y juvenil detrás de su pelo entrecano lo hacían irresistible a toda mujer que ya conociera el amor.
Sin embargo, Evaristo vivía como un mutilado de una guerra infernal en la que ni siquiera había participado.
Cuando alguien le hacía referencia a esa realidad, él contestaba que si su muerte no era acaso el nombre de sus muertos, y en seguida se ponía a lanzar nombres de descuartizados, hombres directamente despedazados en la vía pública, mutilados a granel, multitudes de muertos reclamando un poco de paz.
Después seguía sentado y volvía a reflexionar.
También me dan miedo los que me vienen a preguntar por qué me quedo siempre a tu lado, yo nada les contesto, pero me aferro a ti como la única, última esperanza.
Evaristo tenía sus propios deseos de libertad, pero seguía encadenado a su silla, a su máquina de escribir. De tanto en tanto levantaba la cabeza para mirar por encima de sus lentes, para leer y escribir, alguna escena de la televisión o de la vida, y luego volvía a enfrascarse en reflexiones sobre la manera de vivir, sobre la manera de morir de las personas de su siglo. Se sonreía cuando la máquina misma le dictaba una frase sorpresiva, se mataba de risa cuando de repente lo que escribía tenía que ver con él. Se sentía tocado por su escritura, a veces, y eso eran todos sus sentimientos. Después, cuando liaba sus cigarrillos y el tiempo que tardaba en fumarlos, hablaba de amor, del amor y de la guerra, del orgasmo y la muerte, como si hablara de las compras en el supermercado que él mismo realizaba, claro está, desde su silla, por teléfono.
Mirándole parecía mentira que ese hombre hubiese podido ser movido, alguna vez, por algún deseo. Más bien parecía puesto ahí para mostrar lo superfluo, lo vano del desear. Sin embargo, él había hecho gozar a las mujeres más importantes del siglo, y una, al mirarlo, se preguntaba cómo lo habría conseguido.

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