lunes, 6 de abril de 2009

Relato número doce. Josefina avanzó con paso decidido hacia nosotros.

Josefina avanzó con paso decidido hacia nosotros.
—Me alegra que dos personas, tan importantes para mí, se conozcan por su cuenta. Hoy será una noche inolvidable. Ricardo, usted, Profesor, y Evaristo, hoy algo entenderé, estoy contenta. Hoy la poesía ha hecho algo que no hubiera podido hacer el dinero.
Josefina se colgó de los dos y mientras jugaba a que la llevábamos saltando como alguna vez en su infancia le habría pasado, ella todavía, en voz alta:
—¿Y ustedes dos de cuándo se conocen?
—Hace veinte años que nos conocemos y catorce que no nos vemos —Contestó rápidamente Ricardo.
Josefina, cortante, saltándose de nuestros brazos:
—¿Y por qué no me dijiste nada cuando yo conté que me psicoanalizaba con él?
—Bueno dijo Ricardo—, tú ni me dijiste el nombre, cómo habría de saber yo que era la misma persona; además, al Profesor antes nadie lo llamaba Profesor, era imposible saber que se trataba de la misma persona...
—Bueno —intervine yo—, no se trata de la misma persona. Un hombre nunca es la misma persona cuando se trata de otro hombre o de una mujer. Ni aunque sea un psicoanalista, bueno exagerando, ni aun siendo Dios se puede ser una sola persona delante de un hombre que de una mujer.
La conversación nos debía resultar interesante, ya que sin damos cuenta, hablando y caminando, y dándonos muestras de afecto mientras caminábamos y hablábamos, nos llevamos por delante a Rosi Provert y a Evaristo, que conversaban en voz muy baja, después nos contaron, sobre la ventaja que tenía la marihuana sobre el opio y el alcohol. Cuando chocamos, Evaristo rió con ganas y dijo en voz exageradamente alta:
—La burguesía en pleno acaba de chocar con aquello que le hará desaparecer, un poeta y una médico psiquiatra. ¡Están perdidos!
Nos disculpamos y nos sentamos junto con otras personas alrededor de una mesa de madera antigua. Mientras nos sentábamos alrededor de la mesa sentí que era importante saber quiénes eran y en qué posición quedábamos sentados en ese círculo humano que se estaba formando. Quiénes serían los afortunados o desgraciados participantes de esa conversación que ninguno podía imaginar que ocurriría.
A mi derecha se sentaron Rosi Provert, Evaristo, Josefina, Carlos y Leonor, justo enfrente mío un hombre, de mi misma edad, desconocido, y a mi izquierda, Ricardo, Silvia, Walter, una silla vacía y, luego, al lado del desconocido, Emilse.
El desconocido tenía un cierto desaliño elegante y me llamó la atención que su mirada no mirara lo que se ve, sino otra cosa, no sé. Si Evaristo me inquietaba, este hombre desconocido me atraía. Tal vez sea otro escritor, ya me enteraré. Y esa frase sencilla me tranquilizó, como para poder darme cuenta que Ricardo insistía en que me bebiera la copa de vino que él mismo me había servido. Me bebí el vaso de un trago. Al levantar la mirada para beberme el fondo, vi los ojos del desconocido diciéndome: "A tu edad el alcohol es una cosa mala".
Encendí un cigarrillo para tranquilizarme y vi con desesperación que si no hacía algo para salir de mis cavilaciones, Rosi Provert y Josefina, volcadas directamente sobre Evaristo, le pedían que volviera a recitar alguno de sus poemas del recital. Y como yo no estaba en condiciones de escuchar nuevamente esa voz, y como las mujeres se desmayaban al escucharlo, intenté con una pregunta generar una conversación de la cual, pensaba yo, no podría salir tan mal parado como frente a los versos, y entonces pregunté: —¿Es posible que un psicoanalista escriba versos?

No hay comentarios:

Publicar un comentario