jueves, 2 de abril de 2009

Relato número once. Ya todos habían entrado en la casa y yo seguía dando vueltas por el jardín.

Ya todos habían entrado en la casa y yo seguía dando vueltas por el jardín, fumando y pateando el césped. De golpe, por decir, sentí sobre mí una mirada, alguien, alguna persona seguía, al menos con su mirada, mis pasos.
Di media vuelta y comencé a caminar hacia la presencia mirando el césped, y cuando sentí que estaba al alcance de un salto, saqué con rigor mi mano derecha hacia adelante en forma de Colt 38 y disparé tres veces a matar:
-¡Pim, pam, pum! Y todavía tuve tiempo, antes que el hombre que me había seguido con la mirada me tomara entre sus brazos, de gritar dos veces: ¡muerte al espía, muerte al espía!
El hombre me abrazó con alegría, y no puedo dejar de decirlo con cariño, al menos su intención era amistosa.
-Profesor -dijo mientras me abrazaba-, Profesor, ¿qué hace usted aquí? No me lo imaginaba.
-¿Piensa que es mucho lujo para mí?
-No sea sarcástico, Profesor, yo pienso que todo esto es poco para usted. Y a mí, ¿no me pregunta a mí qué hago aquí?
-Bueno -le dije-, si tú quieres, te pregunto: ¿qué hace aquí, tan cerca de Madrid, un hombre de mundo como tú?
-Usted siempre hablando al corazón de las personas. Después que dejé su cátedra en la Universidad, estuve catorce años trabajando con los indios en América del Sur, pero luego me vine a enterar que todos los indios habían viajado para Madrid, y, entonces, por eso estoy, aquí, en Madrid, estudiando cómo viven los indios.
Reí francamente a la ocurrencia de Ricardo Güiraldes, que no era otro el que me había perseguido con la mirada con tanta insistencia que me obligó a matarlo sin compasión. Su humor era algo verdaderamente fino. Cuando llegó a mi consulta, hacía 20 años, tenía sólo 17. Me consultó por nada, por alegría, por querer saber lo que pasaba en la mente, en el corazón de los hombres. Se tumbó en el diván y me dijo:
-¿Qué vale esto?
Y yo le contesté:
-Algo diferente a lo que usted cree.
-Tengo sólo diecisiete años, contestó él, puedo equivocarme. Pero me pregunto qué es lo que usted cree que yo pienso que vale esto como para decirme que se trata de algo diferente de lo que pienso, ¿eh?
-Le escucho, Güiraldes, le escucho.
-Soy un joven modelo, ¿me cree?
-Por qué no habría de creerle si todavía no le conozco.
-Usted siempre contesta de costado, al lado de las cosas, debe ser, me imagino, para que yo vaya pensando lo que se me ocurra. No es malo su método. En verdad, no me imaginaba que fuera así psicoanalizarse. En principio es hablar con una pared que desvía en algo lo que decimos.
Convinimos con Ricardo vernos cuatro veces por semana, unos minutos cada vez, ya que él hizo durante la primera entrevista dos comentarios que me animaron a intentar una relación intensa, pero no muy prolongada. Uno de los comentarios se refería a no tener ningún problema con el dinero, y el otro comentario se refería a sus deseos de viajar a América del Sur a vivir con los indios, a conocerlos, a estudiarlos. Él hizo como que comprendía mis argumentos y contratamos por un año, y luego de una evaluación decidiríamos los siguientes pasos.
La conversación con Ricardo duró seis años, pero a mi entender había sido uno de los tratamientos más exitosos. Ricardo no se transformó en psicoanalista, estudió antropología y medicina simultáneamente, e hizo crecer de forma considerable la fortuna, herencia de su padre, proveniente de la explotación de minas en Asturias. Ricardo, sacándome de mis nostalgias, me cogió del brazo y me dijo:
-Eh, Profesor, entremos a tomar una copa. Josefina paga.
-¿Y qué es Josefina para ti?
-Una mujer inteligente -me contestó Ricardo- una vez vino a escuchar una conferencia que yo mismo daba sobre el tratamiento psicoanalítico de la tuberculosis en las tribus indígenas del Sur, y como es una mujer culta quiso hablar conmigo y comenzamos una relación, yo vengo a sus fiestas, ella me cuenta cosas de su escuela. Una noche me habló de que se psicoanalizaba con usted, Profesor, yo no le dije nada de nuestra relación, preferí escuchar lo que ella hablaba de usted, yo hacía tanto tiempo que no lo veía, que prefería escucharla, a ella. No está enamorada, está impresionada que exista una inteligencia más importante que la suya propia. Usted es un genio, Profesor, a mí al principio me pasaba lo mismo con usted. Después, antes de irme, algo me di cuenta sobre que la inteligencia no la tenía nadie, era algo que ocurría cuando la gente se relacionaba. Pero ella habla con firmeza de usted, con furia. Ahí viene, le sorprende que nos conociéramos. Eso, que no tenía controlado, la inquietará.

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