sábado, 16 de mayo de 2009

Relato veinticinco. Se llegó hasta la librería del salón y cogió al azar dos libros.

Se llegó hasta la librería del salón y cogió al azar dos libros, el primero no llegó a saber de quién se trataba, en el segundo se detuvo el tiempo suficiente para saber que era un libro de Borges, siete conferencias dictadas un poco antes de morirse, algo sustancial para el hombre, se dijo, pero en verdad no pudo leer sino las dos primeras páginas, dejó el libro y volvió al ordenador, y escribió:
Páginas vibrantes habrán de escribirse para decir quién soy, pero yo no seré.
¡Cuántas veces quise vengarme de todos, no escribiendo nunca más ni una sola palabra! Pero, después, no puedo.
Hay algo en mí que no me pertenece, algo que ya no puedo controlar. Eso que no me pertenece y no soy es lo que sigue escribiendo cuando yo ya quisiera morir o cosa parecida.
Pero un niño no puede morir, se dijo el Master, y eso le volvió a dar una risa de no poder más, dejó la silla del ordenador y se fue tosiendo y riendo hasta el baño, y se mojó la cara, se peinó, se puso los pantalones, se abrochó la camisa dejando sin abrochar sólo el botón del cuello.
Cuando se miró en el espejo a ver cómo quedaba otra vez vestido de médico y se vió la cara un poco colorada, se dijo.
-Espero no morir un día de hipertensión como un viejo boludo.
Después se puso la chaqueta de cuero que lo hacía alto y delgado, y se sentó a esperar. En unos minutos llegaría su primera paciente del día, ya que las cartas y todo eso él lo hacía a la mañana, antes de comenzar a trabajar.
Escribir en realidad pertenecía más al mundo de sus sueños, emparentado con la noche, que a su realidad material.
Cuando sonó el timbre él ya lo sabía, fue hasta la puerta, la abrió y devolvió con un leve movimiento de cabeza el saludo cordial de su paciente.

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