viernes, 24 de abril de 2009

Relato dieciocho. Cuando el Profesor llegó a su casa, Clotilde estaba despierta, esperándolo.

Cuando el Profesor llegó a su casa, Clotilde estaba despierta, esperándolo.

—¿Qué dice mi vieja Clotilde, aún despierta? —preguntó alegremente el profesor.

—Vieja será tu madre —dijo Clotilde, también riéndose— el día de hoy fue un día de duro trabajo, pero aquí estoy, jovenzuelo, esperándolo con las piernas abiertas.

El Profesor, lleno de deseo, se tiró literalmente, encima de Clotilde, una mujer de su misma edad, y el Profesor parecía otro hombre ahora.

Le metió, rápidamente, una mano entre las piernas, y a los primeros suspiros de Clotilde le chupaba con frenesí las tetas, y ella suspiraba cada vez más fuerte, y él le mordía el cuello con intención de morder, y luego se reían y parecían muy jóvenes.

Se separaban y conversaban un poco del trabajo de ella, del recital de Evaristo y, otra vez, se besaban y ella le pasaba la lengua por el culo, y él se retorcía y la cogía de los pelos y le apretaba la boca contra los cojones, que parecía que ella se los iría a tragar, y luego se separaban y hablaban del crédito que ella quería conseguir para hacer un viaje de dos meses al Caribe, y él le comentaba con entusiasmo algunos pasajes de la cena.

Ahora estaban como extasiados. Se miraban francamente a los ojos.

Parecía que se iban a correr, así, mirándose, pero ella, todavía, aún, saltó encima de él y comenzó a moverse a ritmo de galope lento, y el Profesor, cogido a sus tetas, mucho conseguía cuando por fin podía gritar:

—¡Diosa! ¡Diosa!

Después, todavía, aún, ella le leyó algunos poemas escritos en los descansos de su trabajo, y antes de dormirse, el Profesor comentó con una sonrisa:

—Hoy casi me viola una mujer de treinta años.

—¿Y por qué no te dejaste? —preguntó, seductora, Clotilde.

Y el Profesor, todavía riendo, le contestó:

—Porque no era una mujer joven, sino que era una niña, muy pequeña, queriendo jugar con el abuelo. Por eso no me dejé.

sábado, 18 de abril de 2009

Relato diecisiete. Rosi no contestó y ahora el Profesor la llevó directamente hasta la puerta de la casa


Rosi no contestó y ahora el Profesor la llevó directamente hasta la puerta de la casa.

Al llegar, Rosi Provert ni se bajaba del coche ni hablaba, el Profesor bajó del coche, dio toda la vuelta y abrió la puerta de Rosi, la tomó de una mano y la ayudó a bajar del coche. Y ése fue el momento que más cerca habían estado en toda la noche.

A menos de 20 centímetros de distancia, frente a frente, escuchando la respiración del otro, el temblor genital.
Rosi cerró los ojos y el Profesor besó de manera imperceptible sus labios, y ella sintió que todo se desgarraba en su ser. Tal vez fuera eso el amor, pensó para sus adentros, ¡qué locura!

—Nos vemos otro día y seguimos conversando —le dijo el Profesor, mientras ella abría el portal de su casa.
El Profesor estaba contento. Mientras manejaba, entonaba una melodía en italiano, La lingua d’amore, y, de vez en cuando, soltaba el volante para golpear una mano contra la otra y decir:

—¡Pero qué bien la vida que viene, pero qué bien!

Para Rosi Provert las cosas no eran tan sencillas, ni tan claras. Ella nunca había sentido esa inquietud en el bajo vientre.

Cuando él rozó sus labios, en la calle, casi se desmaya por las emociones encontradas que sintió en su pecho, en su cabeza, en sus piernas.

Se dejó caer en un sillón de la sala, pero sólo un instante, en seguida entró en el baño. Limpió cuidadosamente la bañera. Tiró, luego, espuma de baño y dejó correr el agua.

Antes de salir del baño miró su cara en el espejo. Se vio bella como nunca, soltó su pelo, salió del baño (todo lo hacía a un ritmo palpitante), puso Vivaldi en la minicadena que le había regalado su madre, y se descalzó.

Corrió descalza por el pasillo, se quitó la falda, se miró el culo en el espejo del pasillo y sintió que tenía un culito pequeño y delicado.

Distraída y ya desnuda, tratando de bailar la Consagración de la Primavera, volvió a la realidad con el ruido del agua saliendo de la bañera.

Corriendo hacia el baño para cerrar el agua se notó bellamente agitada y se imaginó estar corriendo de manera salvaje, en plena selva, una presa de amor.

Se zambulló en la bañera como si fuera en las orillas de un río espectacular de la selva amazónica.

Sintió reflejarse en el verde de la espuma sus propios ojos verdes y se dejó invadir por millones de peces de colores que, como sedas de Oriente, se posaban en su cuerpo, y algunos con ojos del Profesor y, aún, otros con los ojos de Evaristo y otros más, aún, con los ojos de Josefina, intentaban penetrarla.

Ella escapando de esos peces, por momentos, voraces de amor, y jugando con la verde espuma, descubrió sus pezones y le impresionó muchísimo, al tocárselos, que fueran tan sensibles, que produjeran tanto goce, y siguió un poco más, y apretó un poco, y mientras Vivaldi, esta vez, mataba a los gritos a todos los personajes, ella tuvo su orgasmo.

El primero y, así, de manera tan sencilla, se había establecido en ella la diferencia entre la vida y la muerte.

Mañana, en el hospital, comprendería, mucho mejor, a los locos.

martes, 14 de abril de 2009

Relato dieciseis. Mientras el Profesor conducía con cierta seriedad el automóvil, Rosa, para salir del silencio, le preguntó...

Mientras el Profesor conducía con cierta seriedad el automóvil, Rosi, para salir del silencio, le preguntó:
—¿Y usted, Profesor, qué edad tiene? A ver, no me diga nada, déjeme adivinar. Josefina puede tener unos cuarenta años, usted..., usted puede tener cincuenta años. ¿Acerté?
—Sí, más o menos —contestó el Profesor—, el próximo mes de noviembre voy a cumplir sesenta y cinco años.
—En verdad no se le notan por ningún lado —dijo, divertida, Rosi, dándole una palmada en la pierna del acelerador.
—Sí, en algunos lugares se me nota —agregó, circunspecto, el Profesor.
—¿Adónde me lleva? —preguntó Rosi con inquietud.
—A su casa, ¿o usted preferiría ir a otro lugar? —y frente al silencio de Rosi, el Profesor preguntó a su vez—. Y usted, ¿qué edad tiene?
—Me avergüenzo —dijo Rosi—, tengo apenas treinta años y me siento bastante más vieja que usted. En lugar de arrastradle a usted tras mis perfumes, me dejo arrastrar por sus amables rechazos. ¿Me daría un beso si se lo pido?
—Un beso, sí —dijo el Profesor—, pero después del beso, ¿qué me va a pedir?
—Cuidado con el semáforo, que se puso rojo.
—Sí, ya lo ví, y luego del beso, ¿qué me va a pedir?
—Venga, Profesor, lléveme a su casa. No se lo contaré ni siquiera a Josefina.
—¿Y por qué —dijo sorprendido el Profesor— habría de importarme a mí que usted le cuente o no a Josefina?
—Bueno —titubeó Rosi—, como Josefina es mi psicoanalista y al mismo tiempo, creo..., es su paciente, yo pensé...
—Sí —interrumpió el Profesor—, Josefina es su psicoanalista, pero no, como usted cree, su novia y, por otra parte, y no en el mismo momento, es mi paciente, pero no, como usted cree, mi marido. Así que por ahora, con tanta confusión mejor la llevo a su casa. ¿Qué le parece?

domingo, 12 de abril de 2009

Relato quince. Lo que no puedo abarcar con mi mirada es invisible, pero no superior

—Sí, sí —dijo alegremente Silvia—, conteste, conteste.
—Bueno, es muy fácil, lo que no puedo abarcar con mi mirada es invisible, pero no superior. Lo que no puedo abarcar con mi imaginación es imposible, pero no superior; lo que no puedo medir con mi conocimiento es desconocido, pero no superior.
—¡Eh, macho, pareces un jefe indio hablando! —murmuró alguien.
—He aprendido mucho de los jefes indios —insistió Ricardo—. Lo que no puedo medir con mi cuerpo será psíquico o social, pero no superior.
—¿Y entonces —preguntó muy entusiasmada Josefina—, cuál es la respuesta?
—La respuesta de lo que nos humilla la tiene cada uno —dijo Rosi Provert mirándome a los ojos.
Entonces yo le pregunté, mientras dejaba caer mi mano sobre su brazo:
—¿Tú ya tienes tu respuesta?
—Sí —contestó ella con desparpajo—. Tú me haces sentir inferior.
—Entonces —dijo Walter—, lo que nos produce deseos nos hace sentir inferior.
Rosi puso su mano sobre mi mano y yo apreté su brazo con intención, y dije:
—Soy viejo para hacer el amor contigo, pero cuando concluyas tu terapéutico con Josefina, puedes, si todavía quieres tener algo conmigo, psicoanaliarte. Y tú, Evaristo, ¿qué haces que no dices nada?
—Me veo escribiendo mis versos sin escribir, y eso me entretiene.
Mientras decía esto, Evaristo comenzó a liar un porro, el Profesor invitó a llevar en su coche a Rosi y los dos se despidieron. Quedaban en la mesa Walter, Silvia y Carlos, conversando muy animadamente de eso de tener dos o tres mil deseos, Josefina, que había ido a por café, y Evaristo liando su cigarro.
Cuando regresó Josefina con el café, Evaristo se disponía a contar una historia de amor.
Hubo una vez un viejo profesor de Historia del Arte que se enamoró de una joven estudiante, y como ese amor lo avergonzaba, en lugar de hacer el amor con ella y rehacer su vida amorosa, la tuvo a la pobre señorita sin casarse con nadie y estudiando veinticinco años Historia del Arte. Ella llegó a ser muy famosa como historiadora y él murió antes de tiempo de un infarto por hostilidad contenida y represión sexual.
Los otros se quedaron como esperando que Evaristo siguiera la historia, pero Evaristo apagó la colilla de su cigarro, y mientras se levantaba de la silla le dijo a Josefina que se pasara mañana por su casa, que él esta noche contestaría la carta que ella había dejado en su máquina.

sábado, 11 de abril de 2009

Relato número catorce. No pude contenerme y pregunté.

No pude contenerme y pregunté:
—Y ese, ¿quién es?
Y Leonor y Emilse, a dúo por un lado, contestaron:
—¡Nuestro psicoanalista!
Y en el mismo momento, Evaristo también contestó:
—Es un gran poeta argentino.
—¡Ah, poeta y psicoanalista...
—Sí —confirmó Evaristo—, es el Master, el no va más del Grupo Lamda.
—Será el no va más del Grupo Lamda, pero aquí se comportó de una manera tan enigmática, habló como si estuviera más allá de nosotros.
Walter, intentando que no se escuchara del todo lo que había dicho Silvia, agregó en seguida:
—Es una personalidad, escribió como 20 libros.
—Yo quería conocerlo, me hubiera gustado que se quedara conversando más tiempo.
—Será toda la personalidad que tú quieras -se defendió Silvia-, pero el Profesor también es una personalidad y, sin embargo, no va por ahí haciendo sentir inferior a todo el mundo.
Como yo era el Profesor tuve que terciar en la conversación, y aunque no quería estar en desacuerdo con Silvia, igual le pregunté:
—¿Por qué se había sentido inferior frente a ese hombre?
Ricardo, moviendo la cabeza de un lado para otro, y tratando de servirme una copa de vino, dijo, como al aire:
—Usted, Profesor, siempre hablando al corazón de las cosas. Es simple, Profesor, lo que usted pregunta, si Silvia me deja contestar por ella...
Emilse y Leonor se levantaron y saludaron con amabilidad, considerando que a la mañana siguiente muy temprano tenían que ir a trabajar.

Relato número catorce. No pude contenerme y pregunté.

No pude contenerme y pregunté:
—Y ese, ¿quién es?
Y Leonor y Emilse, a dúo por un lado, contestaron:
—¡Nuestro psicoanalista!
Y en el mismo momento, Evaristo también contestó:
—Es un gran poeta argentino.
—¡Ah, poeta y psicoanalista...
—Sí —confirmó Evaristo—, es el Master, el no va más del Grupo Lamda.
—Será el no va más del Grupo Lamda, pero aquí se comportó de una manera tan enigmática, habló como si estuviera más allá de nosotros.
Walter, intentando que no se escuchara del todo lo que había dicho Silvia, agregó en seguida:
—Es una personalidad, escribió como 20 libros.
—Yo quería conocerlo, me hubiera gustado que se quedara conversando más tiempo.
—Será toda la personalidad que tú quieras -se defendió Silvia-, pero el Profesor también es una personalidad y, sin embargo, no va por ahí haciendo sentir inferior a todo el mundo.
Como yo era el Profesor tuve que terciar en la conversación, y aunque no quería estar en desacuerdo con Silvia, igual le pregunté:
—¿Por qué se había sentido inferior frente a ese hombre?
Ricardo, moviendo la cabeza de un lado para otro, y tratando de servirme una copa de vino, dijo, como al aire:
—Usted, Profesor, siempre hablando al corazón de las cosas. Es simple, Profesor, lo que usted pregunta, si Silvia me deja contestar por ella...
Emilse y Leonor se levantaron y saludaron con amabilidad, considerando que a la mañana siguiente muy temprano tenían que ir a trabajar.

jueves, 9 de abril de 2009

Relato número trece. Evaristo, desprendiéndose literalmente de las dos mujeres, me contestó...

Evaristo, desprendiéndose literalmente de las dos mujeres, me contestó, antes de que hubiera silencio entre mi pregunta y su comentario:
—Yo muchas veces me pregunté si un poeta podría trabajar de psicoanalista, y terminó, cada uno pregunta por lo que no sabe o no se imagina pudiendo del todo.
Su interpretación me tocó, mi problema era el verso, el suyo la interpretación, ese hombre era más inteligente que muchos psicoanalistas, cada vez que hablaba me lo hacía pensar.
—Todos los psiquiatras nos sentimos poetas cuando entendemos lo que un loco nos quiere decir —comentó Rosi Provert, con coquetería.
—Es una cuestión del deseo, terció Josefina con fuerza (por lo menos a ella le pasaba así), cuando el deseo está en comerse el coco, psicoanálisis, locura, cuando el deseo es la libertad, entonces aparece el verso, lo inasible se concreta en una combinación exitosa.
El desconocido, mirando con algún desprecio a Josefina y sonriendo apenas, dijo:
—Se pueden tener dos deseos, ¿no?
El silencio que yo hubiera querido producir con mi pregunta, lo produjo el desconocido con su intervención. Esta noche me iría a salir todo mal. Pensé en cien maneras de continuar la conversación y todas me parecían estúpidas, hasta que nuevamente el desconocido pudo romper el silencio que él mismo había generado.
—Preguntarse si un psicoanalista puede escribir versos es como preguntarse si una mujer puede o no puede abrir las piernas; bueno, la respuesta es muy fácil, a veces puede y a veces no puede.
Se restregó las manos, como si hubiera llegado a alguna conclusión, y se levantó de la mesa, y antes de perderse entre la gente que había en la casa, besó con afabilidad a Leonor y Emilse y saludó con un golpe de cabeza a Evaristo.

lunes, 6 de abril de 2009

Relato número doce. Josefina avanzó con paso decidido hacia nosotros.

Josefina avanzó con paso decidido hacia nosotros.
—Me alegra que dos personas, tan importantes para mí, se conozcan por su cuenta. Hoy será una noche inolvidable. Ricardo, usted, Profesor, y Evaristo, hoy algo entenderé, estoy contenta. Hoy la poesía ha hecho algo que no hubiera podido hacer el dinero.
Josefina se colgó de los dos y mientras jugaba a que la llevábamos saltando como alguna vez en su infancia le habría pasado, ella todavía, en voz alta:
—¿Y ustedes dos de cuándo se conocen?
—Hace veinte años que nos conocemos y catorce que no nos vemos —Contestó rápidamente Ricardo.
Josefina, cortante, saltándose de nuestros brazos:
—¿Y por qué no me dijiste nada cuando yo conté que me psicoanalizaba con él?
—Bueno dijo Ricardo—, tú ni me dijiste el nombre, cómo habría de saber yo que era la misma persona; además, al Profesor antes nadie lo llamaba Profesor, era imposible saber que se trataba de la misma persona...
—Bueno —intervine yo—, no se trata de la misma persona. Un hombre nunca es la misma persona cuando se trata de otro hombre o de una mujer. Ni aunque sea un psicoanalista, bueno exagerando, ni aun siendo Dios se puede ser una sola persona delante de un hombre que de una mujer.
La conversación nos debía resultar interesante, ya que sin damos cuenta, hablando y caminando, y dándonos muestras de afecto mientras caminábamos y hablábamos, nos llevamos por delante a Rosi Provert y a Evaristo, que conversaban en voz muy baja, después nos contaron, sobre la ventaja que tenía la marihuana sobre el opio y el alcohol. Cuando chocamos, Evaristo rió con ganas y dijo en voz exageradamente alta:
—La burguesía en pleno acaba de chocar con aquello que le hará desaparecer, un poeta y una médico psiquiatra. ¡Están perdidos!
Nos disculpamos y nos sentamos junto con otras personas alrededor de una mesa de madera antigua. Mientras nos sentábamos alrededor de la mesa sentí que era importante saber quiénes eran y en qué posición quedábamos sentados en ese círculo humano que se estaba formando. Quiénes serían los afortunados o desgraciados participantes de esa conversación que ninguno podía imaginar que ocurriría.
A mi derecha se sentaron Rosi Provert, Evaristo, Josefina, Carlos y Leonor, justo enfrente mío un hombre, de mi misma edad, desconocido, y a mi izquierda, Ricardo, Silvia, Walter, una silla vacía y, luego, al lado del desconocido, Emilse.
El desconocido tenía un cierto desaliño elegante y me llamó la atención que su mirada no mirara lo que se ve, sino otra cosa, no sé. Si Evaristo me inquietaba, este hombre desconocido me atraía. Tal vez sea otro escritor, ya me enteraré. Y esa frase sencilla me tranquilizó, como para poder darme cuenta que Ricardo insistía en que me bebiera la copa de vino que él mismo me había servido. Me bebí el vaso de un trago. Al levantar la mirada para beberme el fondo, vi los ojos del desconocido diciéndome: "A tu edad el alcohol es una cosa mala".
Encendí un cigarrillo para tranquilizarme y vi con desesperación que si no hacía algo para salir de mis cavilaciones, Rosi Provert y Josefina, volcadas directamente sobre Evaristo, le pedían que volviera a recitar alguno de sus poemas del recital. Y como yo no estaba en condiciones de escuchar nuevamente esa voz, y como las mujeres se desmayaban al escucharlo, intenté con una pregunta generar una conversación de la cual, pensaba yo, no podría salir tan mal parado como frente a los versos, y entonces pregunté: —¿Es posible que un psicoanalista escriba versos?

jueves, 2 de abril de 2009

Relato número once. Ya todos habían entrado en la casa y yo seguía dando vueltas por el jardín.

Ya todos habían entrado en la casa y yo seguía dando vueltas por el jardín, fumando y pateando el césped. De golpe, por decir, sentí sobre mí una mirada, alguien, alguna persona seguía, al menos con su mirada, mis pasos.
Di media vuelta y comencé a caminar hacia la presencia mirando el césped, y cuando sentí que estaba al alcance de un salto, saqué con rigor mi mano derecha hacia adelante en forma de Colt 38 y disparé tres veces a matar:
-¡Pim, pam, pum! Y todavía tuve tiempo, antes que el hombre que me había seguido con la mirada me tomara entre sus brazos, de gritar dos veces: ¡muerte al espía, muerte al espía!
El hombre me abrazó con alegría, y no puedo dejar de decirlo con cariño, al menos su intención era amistosa.
-Profesor -dijo mientras me abrazaba-, Profesor, ¿qué hace usted aquí? No me lo imaginaba.
-¿Piensa que es mucho lujo para mí?
-No sea sarcástico, Profesor, yo pienso que todo esto es poco para usted. Y a mí, ¿no me pregunta a mí qué hago aquí?
-Bueno -le dije-, si tú quieres, te pregunto: ¿qué hace aquí, tan cerca de Madrid, un hombre de mundo como tú?
-Usted siempre hablando al corazón de las personas. Después que dejé su cátedra en la Universidad, estuve catorce años trabajando con los indios en América del Sur, pero luego me vine a enterar que todos los indios habían viajado para Madrid, y, entonces, por eso estoy, aquí, en Madrid, estudiando cómo viven los indios.
Reí francamente a la ocurrencia de Ricardo Güiraldes, que no era otro el que me había perseguido con la mirada con tanta insistencia que me obligó a matarlo sin compasión. Su humor era algo verdaderamente fino. Cuando llegó a mi consulta, hacía 20 años, tenía sólo 17. Me consultó por nada, por alegría, por querer saber lo que pasaba en la mente, en el corazón de los hombres. Se tumbó en el diván y me dijo:
-¿Qué vale esto?
Y yo le contesté:
-Algo diferente a lo que usted cree.
-Tengo sólo diecisiete años, contestó él, puedo equivocarme. Pero me pregunto qué es lo que usted cree que yo pienso que vale esto como para decirme que se trata de algo diferente de lo que pienso, ¿eh?
-Le escucho, Güiraldes, le escucho.
-Soy un joven modelo, ¿me cree?
-Por qué no habría de creerle si todavía no le conozco.
-Usted siempre contesta de costado, al lado de las cosas, debe ser, me imagino, para que yo vaya pensando lo que se me ocurra. No es malo su método. En verdad, no me imaginaba que fuera así psicoanalizarse. En principio es hablar con una pared que desvía en algo lo que decimos.
Convinimos con Ricardo vernos cuatro veces por semana, unos minutos cada vez, ya que él hizo durante la primera entrevista dos comentarios que me animaron a intentar una relación intensa, pero no muy prolongada. Uno de los comentarios se refería a no tener ningún problema con el dinero, y el otro comentario se refería a sus deseos de viajar a América del Sur a vivir con los indios, a conocerlos, a estudiarlos. Él hizo como que comprendía mis argumentos y contratamos por un año, y luego de una evaluación decidiríamos los siguientes pasos.
La conversación con Ricardo duró seis años, pero a mi entender había sido uno de los tratamientos más exitosos. Ricardo no se transformó en psicoanalista, estudió antropología y medicina simultáneamente, e hizo crecer de forma considerable la fortuna, herencia de su padre, proveniente de la explotación de minas en Asturias. Ricardo, sacándome de mis nostalgias, me cogió del brazo y me dijo:
-Eh, Profesor, entremos a tomar una copa. Josefina paga.
-¿Y qué es Josefina para ti?
-Una mujer inteligente -me contestó Ricardo- una vez vino a escuchar una conferencia que yo mismo daba sobre el tratamiento psicoanalítico de la tuberculosis en las tribus indígenas del Sur, y como es una mujer culta quiso hablar conmigo y comenzamos una relación, yo vengo a sus fiestas, ella me cuenta cosas de su escuela. Una noche me habló de que se psicoanalizaba con usted, Profesor, yo no le dije nada de nuestra relación, preferí escuchar lo que ella hablaba de usted, yo hacía tanto tiempo que no lo veía, que prefería escucharla, a ella. No está enamorada, está impresionada que exista una inteligencia más importante que la suya propia. Usted es un genio, Profesor, a mí al principio me pasaba lo mismo con usted. Después, antes de irme, algo me di cuenta sobre que la inteligencia no la tenía nadie, era algo que ocurría cuando la gente se relacionaba. Pero ella habla con firmeza de usted, con furia. Ahí viene, le sorprende que nos conociéramos. Eso, que no tenía controlado, la inquietará.